El camino y los caminantes de la democracia
Durante estos días los medios estarán salpicados por encuestas dirigidas a los jóvenes de entre 15 y 17 años; desde Ibarómetro realizamos uno de los primeros estudios en esta dirección. Pero independientemente de la fuente, y de los resultados, considero importante marcar que esta clase de estudios no debería tomarse como un examen de ciudadanía, ya que ningún proceso de ampliación de derechos se plantea en el terreno del "merecimiento" ni en el de la "contraprestación".
La encuesta simplemente permite trasladar a la esfera pública los puntos de vista de un segmento que habían sido eclipsados por el vestigio paternalista de que la política es cosa de adultos.
Recorridos los primeros metros del debate sobre el "voto joven", pudimos ver algunas argumentaciones deslizarse al pantanoso terreno de la "calidad del voto". Al respecto, debe subrayarse que la generalización de los derechos políticos no descansa sobre la idea de calidad del voto (que inevitablemente conduce a posturas elitistas) sino sobre la premisa de la igualación de oportunidades para intervenir en el destino colectivo. Asimismo, muchas de las impugnaciones a la iniciativa recorren caminos argumentales transitados por aquellos que en su momento se oponían al voto femenino: por entonces se sostenía que las mujeres eran más "emocionales" y, por tanto, influenciables.
En relación a la tesis sobre la "influenciabilidad" de los votantes, la historia ofrece un amplio conjunto de escenas que la desmienten. Veamos: la ampliación del voto otorgada por el conservadurismo liberal presidido por Roque Saenz Peña condujo, en contra de lo esperado, al triunfo radical. El gobierno de izquierda de la II Republica española consagró el voto femenino, cuyas preferencias contribuyeron a que ganara la derecha. En 1848 los franceses republicanos generalizaron el voto a los hombres adultos, y los campesinos católicos inclinaron el resultado en favor del "populista" Bonaparte, quien poco tiempo después de ser el primer presidente francés elegido por el sufragio "universal" clausuró la República y fundó el Segundo Imperio. En fin, los ciudadanos votan compaginando convicciones e intereses, pero nunca en contra de sí mismos. De cualquier manera, la insistencia sobre el concepto de manipulación entraña riesgosas consecuencias conceptuales, no siempre del todo advertidas. Cuando se etiqueta una determinada adhesión política como hija de la manipulación se la vacía de legitimidad.
El debate en torno al piso etario del voto ha brotado en el seno de muchas democracias: se está discutiendo en Chile, Inglaterra, Bolivia, entre otros escenarios. Seguramente el tema alcance pronto a nuevos países, ya que como sostuvo el sociólogo británico Thomas H. Marshall la "ciudadanía" es una institución en desarrollo, cuya evolución histórica se mueve en favor de una mayor profundidad. Aun Alberdi, quien sugería generalizar derechos civiles pero restringir derechos políticos, llamó a su bosquejo constitucional “Bases y puntos de partida…”: puesto que cada etapa histórica define el alcance y la profundidad de la democracia.
Dejando de lado el envoltorio doméstico, el debate es signo de un proceso de mayor alcance, por el cual las democracias occidentales van redefiniendo el perímetro de la soberanía popular sobre la que descansa la legitimidad de los gobiernos.
Recorridos los primeros metros del debate sobre el "voto joven", pudimos ver algunas argumentaciones deslizarse al pantanoso terreno de la "calidad del voto". Al respecto, debe subrayarse que la generalización de los derechos políticos no descansa sobre la idea de calidad del voto (que inevitablemente conduce a posturas elitistas) sino sobre la premisa de la igualación de oportunidades para intervenir en el destino colectivo. Asimismo, muchas de las impugnaciones a la iniciativa recorren caminos argumentales transitados por aquellos que en su momento se oponían al voto femenino: por entonces se sostenía que las mujeres eran más "emocionales" y, por tanto, influenciables.
En relación a la tesis sobre la "influenciabilidad" de los votantes, la historia ofrece un amplio conjunto de escenas que la desmienten. Veamos: la ampliación del voto otorgada por el conservadurismo liberal presidido por Roque Saenz Peña condujo, en contra de lo esperado, al triunfo radical. El gobierno de izquierda de la II Republica española consagró el voto femenino, cuyas preferencias contribuyeron a que ganara la derecha. En 1848 los franceses republicanos generalizaron el voto a los hombres adultos, y los campesinos católicos inclinaron el resultado en favor del "populista" Bonaparte, quien poco tiempo después de ser el primer presidente francés elegido por el sufragio "universal" clausuró la República y fundó el Segundo Imperio. En fin, los ciudadanos votan compaginando convicciones e intereses, pero nunca en contra de sí mismos. De cualquier manera, la insistencia sobre el concepto de manipulación entraña riesgosas consecuencias conceptuales, no siempre del todo advertidas. Cuando se etiqueta una determinada adhesión política como hija de la manipulación se la vacía de legitimidad.
El debate en torno al piso etario del voto ha brotado en el seno de muchas democracias: se está discutiendo en Chile, Inglaterra, Bolivia, entre otros escenarios. Seguramente el tema alcance pronto a nuevos países, ya que como sostuvo el sociólogo británico Thomas H. Marshall la "ciudadanía" es una institución en desarrollo, cuya evolución histórica se mueve en favor de una mayor profundidad. Aun Alberdi, quien sugería generalizar derechos civiles pero restringir derechos políticos, llamó a su bosquejo constitucional “Bases y puntos de partida…”: puesto que cada etapa histórica define el alcance y la profundidad de la democracia.
Dejando de lado el envoltorio doméstico, el debate es signo de un proceso de mayor alcance, por el cual las democracias occidentales van redefiniendo el perímetro de la soberanía popular sobre la que descansa la legitimidad de los gobiernos.
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